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Guía de Isora 21 de Marzo de 2012
Anécdota para desengrasar
Recuerdo ahora que hace bastantes años me llamó un
diputado que sesteaba y sestea en Las Américas, aquí
al lado, para vernos, quedar y comer en buena compaña.
Y acepté la invitación, “es que vienen esta tarde desde
La Gomera dos diputados y un alcalde, con sus esposas (…) y voy a recibirlos…”. Y esperamos en el muelle de Los Cristianos a que aparcara el ferry, “un maquinón, un catamarán de última tecnología”, me dijo el diputado. 
Y salió nuestro hombre con un coche nuevecito, anda sube,  y con la
modestia que se exige para no dar el cante. Como una seda fuimos
al aparcamiento del muelle a esperar a los padres de la patria. Y, como
uno ya tenía sus experiencias, comprobé que el aforado, perdón, se ponía ansioso hasta el punto que tuve que decirle que era de obligado cumplimiento esperar a la gente que esperábamos; si no lo freno se va como si tal cosa. Y, como un milagro repetido atracó el barco y, mientras,  el diputado no se bajó del coche, uno, yo, di unas vueltas por el terraplén y ví que salieron tres parejas, mal vestidas y con una pinta de cutres peninsulares que daba de cara. ¿Son ellos?, pregunté, sí, me dijo el diputado asomando la cabeza por la ventanilla,  ellos son, no me cabe la menor duda. Y yo, que no les conocía de nada, fui hacia ellos que llevaban a la calapera a sus niñitos hijos de diputados, perdón, y que aún no lo sabían, me presenté y le dije que el camarada estaba a bordo de su coche de paquete, descansando.

Todo controlado, dije, ¿vale?, sí, dijeron casi mareados,  ¿les gusto la isla?, ¡preciosa!, al unísono, pero lo más el cabrito barrado y el potaje de berros, dijo el alcalde que pa mi era el menos subnormal del grupo; un hombrecillo extremoduro con cierta dignidad. El resto era una tragicomedia, porque – vamos a repetirlo – se trataba de una reunión de políticos que estaban de vacaciones y el anfitrión pasó del tema, acostumbrado se conoce, de batirse el cobre (…) en las procelosas aguas de los parlamentos. Fue así. Aunque no acabó la cosa, porque tocaba un refrigerio en la terracita del hotel dónde el diputado tenía confianza. Manzanilla, menta poleo, cortado, cervecita y pa mi un medio que – dense cuenta – en aquél tiempo aún no había control de alcoholemia. El resultado fue que la sobremesa transcurrió con más pena que gloria, con la alegadora política, los chiquillos dando la lata, las madres soliviantadas con el calor que hace en aquella tierra casi catalana, con el alcalde bajando la cabeza y diciendo ay dios, ay dios y el diputado con una prisa que pa qué. ¡Vámonos! ¿vale?, sí.

Y todos se fueron  - supongo que a ducharse - , aunque lo dudo, porque en aquella etapa el peninsular no era muy aficionado al agua sin gas, menos yo que acabé con la penúltima en un bar de derechas, viendo fútbol, que creo que era cuando el Tenerife estaba bien, como España. Y yo pago esta ronda, no, la pago yo: había abundancia y corría el dinero.

Hubo hasta tertulia, dado que en esos antros se reunían tácitamente los noctámbulos que aún no obedecían a los médicos y osaban blasfemar con frases tales como  que “el estado perfecto del hombre es medio rascado”, la mujer no, es otra cosa. Y casi todos se atrevían a cantar a palo seco, es un decir, y cuándo la noche aflojaba siempre había alguno que entonaba el “todos queremos más, más y más, y mucho más”. Y ahora si es verdad que yo pago la penúltima y me voy, que tengo a la mujer desvelada, a ver si me comprende.

Hay cosas inexplicables y ahora más. Por ejemplo: que a la mañana siguiente de la jornada que citamos el coche estaba bien aparcado. Y uno lo miraba y creo que él miraba para uno. Sin un roce. Tranquilo y poderoso. Fiel como un perro. Con los faros enteritos. Y me dio por pasarle la mano sobre el morro y creo que le dije que “no te falta sino hablar”.

Como a los diputados.

Cheche Dorta