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Guía de Isora 14 de Junio de 2011
El barbero
He pensado que en este tiempo que deberá
cambiar más pronto que tarde antes de que sea
demasiado tarde, las crónicas nada nostálgicas
no hacen daño y que, de momento, uno debería
ensayar sobre esos recuerdos que quedaron grabados desde la niñez y que intentamos recobrar, más que nada por aplicar efectos paliativos a la ola (iba a decir mediocridad) que vuelve, nunca se fue del todo, a acosar a la lógica más aplastante (…), que aplasta. Crónicas de un tiempo pasado, pero no tanto.
Por ello vamos a escribir algo sobre la industria de las barberías y de los barberos; de aquellos locales y su decoración, con carteles de mujeres en bañador y hasta jaulas con pájaros; de los sillones y las estanterías, verdaderas obras del arte que contenían frascos muy aromáticos y de la paciencia de los profesionales. Por ahora no citaremos las zapaterías ni, mucho menos, a los zapateros que en cada pueblo hubo unos cuántos. En este momento sólo hay dos: ZP que le tocó bailar con la más fea y un medio yugoslavo que, parece ser, nació en La Palma (como una tal Lidia Lozano, benahorita)  y triunfa vendiendo calzado muy caro para la gente de posibles y la otra , la palmera, reciclando basura y dejando en mal lugar a su tierra natal,  porque el Manolo, el bosnio o serbio,  tiene con quien bailar sin necesidad de partir pareja. Todo se andará (y aquí cabe esta coletilla). Porque hablaremos de este oficio más adelante. Hoy toca el ¡vaya a pelarse! Que era un imperativo sin discusión cuándo nuestra madre nos acompañaba a la barbería. Que era una obligación cruda como un sufrimiento necesario para ganar la gloria. Y ese día, el del pelado, sí que había respeto y miedo, todo junto. Pero la víctima era uno, el muchacho al que rapaban ignorando que, tal vez, en pocos años sería calvo total. Me voy a permitir una licencia cursi que era cuándo uno miraba al piso del local, sobre la tabla que se colocaba sobre el nacarado sillón, y dábase a la contemplación de pelos casi azules. Unos minutos de ejercicio muy positivo, un instante que nos anestesiaba. Hasta que el dedo macho del barbero nos despertaba con rudeza diciendo: ¡Enderéchese! Los barberos eran de poco hablar y aficionados a amolar la navaja con sabor y que usaban el verbo citado para amedrentar al cliente, un niño, que perdía la firmeza sobre la tabla que era casi un patíbulo. Y después de la orden, nos poníamos tiesos como garrotes, entregados ya. Y nuestra madre, mirando pa los celajes o rezando el rosario para entretenerse, como si llevara o llevase una cabra al macho. Hablaremos de ello si dios quiere.

Había, una de tantas, barbería puerta con puerta con una venta antecesora de los Drugstore donde se podía comprar de todo y que, además – otra premonición – habilitó un espacio sobre los sacos de grano para que se sirvieran copas de aguardiente honrado y a la que acudía el que nos pelaba después de enjabonar a uno de los altos, con  barba trancada “para que se vaya amorosando” y de bebía una cuarta en el tiempo perfecto para que la navaja recorriera la piel ya muy dócil. Y uno, temblando como un perro chico, esperando su turno.

La operación – hay que citarla – preparatoria del afeitado era casi la de un ajusticiamiento. El maestro barbero agarraba el paño blanco, lo sacudía solemne, se lo ponía bien apretado en el cogote.  Cogía después, con mucha parsimonia casi religiosamente,  el arma y pegaba a afilarla en silencio, con los ojos brillantes como un entierro de primera. Luego probaba el filo con la uña del dedo gordo y por último trincaba la brocha y fajaba a dar jabón, hasta dejar la cara como cuando le ponen a uno una inyección para sacarle una muela. Y uno, un niño, aterrorizado, no hay derecho. Y nuestra madre a lo suyo.

Así que hoy se ven jovenzuelos que no saben que son carne de cañón, con esas crestas y uno se alegra, en serio. Y mozas con mechas y mechos, y uno se alegra bastante. Otros se hacen un corte tipo San Antonio con tonsura o al Hermano Pedro (versión sureña) como si de seminaristas de tratara. Me di un tinte, dice una esposa, pero es de mi color ¿sabes?,  a la juventud le queda todo bien, están en la edad, ¿oíste? Yoooooo, no sé. Y uno les dice (medita la madre que se volvió moderna) que aprovechen ahora, porque eso solo pasa una vez en la vida, ¿sabes? Sí…cacho cabrona., quiere decir el barbero pero se calla, porque tiene la navaja in situ.

Y creemos (…) que ha llegado el punto y hora de abrir un paréntesis que es un monólogo interior, subterfugio supuestamente literario al que acuden, acudo, los aficionados a contar cosas.

Se abre el paréntesis que declama el barbero: (oye tío, hazme un trabajito guay, algo guapo, así como rompedor. Y tal. ¿lo captas? No. Vale, como una mescolanza entre Elvis al que no tuve el gusto de conocer y Loquillo con sus trogloditas, ¿me sigues?, sí. Pues me gustaría algo como unas extensiones a lo largo de mi cara en tonos pastel, ¿lo ves?, no. ¡Si,  hombre!:  lilas, violetas, malvas, rosados casi fucsia, crudos y sin aditivos.…¿vale?, no. Y me raspas el occipital para que quede, así, como punk con un aire andrógino. Un leve toque rasta que no sé lo que es, pero que queda super super  ¿me entiendes?, sí.…, algo cercano al abisinio de diseño a proponer…con la frente despejada, por si las moscas. Una túnica massai no cantaría, no, pero por hoy me conformo con lo que he pretendido, ¿vale?, no. Bueno, haz tu trabajo que el que paga soy yo, que consumo). Y debe cerrarse porque ha llegado el momento que aconseja la lógica más elemental. Y se sigue.

Porque entonces el barbero ya no aguanta más – no está acostumbrado a los modernismos – y se refugia en la venta, porque hay días malos. Pide la medicina que lo refrena y atenúa el resuello que ya está llegando al nivel de las bestias atravesadas, mientras la madre que acaba de despertar contempla que su niñito se ha deja ir por el pánico que descontrola los esfínteres. ¡Ay dios1, dice mientras pide trapos para taponar la diarrea que ha marcado indeleblemente el sillón casi perfecto donde hallabase sentado su vástago que no aguantó. Pa no cansarles, esta comedia acabó cuando llamaron a la mujer del profesional que sabía calmarlo y se lo llevó, anda, anda, anda bobito que esto se te pasa, anda,. Vámonos pa casa, anda. Y se iban juntos. El delante y ella detrás, muy gobernosa, pero con poder. Y era un hombre grande, con la cara llena de torondones y un resuello como volcánico, el Bicho del Realejo, que asustaba a todo el mundo menos a su esposa que, ya se dijo, lo sabía manejar como a un perrito sato, salvando las distancias.

O sea que esta ha sido mi versión de las barberías de antaño y que pretende recordar en próximas entregas otras industrias y oficios.  Hay materia para entretenernos todos, que sólo pretenden paliar dentro de nuestra capacidad, la melancolía post y la pre, que ya están ahí. Porque todo no va a ser zapateros y profundos análisis políticos. ¡Ánimo!, que el pueblo unido y tal… también tiene memoria. Hay tradiciones que hay que mantener.

Cheche Dorta
Comentarios
Me gustaría saber por qué este señor no escribe un libro. Con lo bien que escribe debería publicar algo. Saludos.
Me parece bueno el artículo y bien escrito, pero me interesan más cuando escribe de temas más actuales. Siga pa'lante, un abrazo.