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Guía de Isora 4 de Nov. de 2009
“Una película no cambia el mundo, puede suscitar una reflexión”
Cerca de ochocientos jóvenes
conversan con el director
congoleño sobre su película
“Niños de Inkisi (El río de la felicidad)” en el Auditorio de Guía de Isora.

En Congo, hasta hace poco los pueblos celebraban con cantos y danzas el nacimiento de gemelos, las mujeres que no tenían hijos entristecían y hasta enfermaban porque no se concebía la vida de una mujer adulta sin ellos. Hoy, el censo oficial habla de cerca de 200.000 niños que viven abandonados en las calles, pero Gilbert-Ndunga Nsangata, el director de Niños de Inkisi (El río de la felicidad) sabe que son más, cerca de medio millón.

“¿Cómo en el plazo de una generación se puede pasar de desear los hijos a abandonarlos en las calles?”. La pregunta se la hace al cineasta uno de los estudiantes del IES César Manrique después de ver la película en el Auditorio de Guía de Isora. El encuentro del realizador con los chicas y chicos que estudian secundaria se da cada mañana, hasta el próximo viernes dentro del espacio EnseñanDoc, que ofrece a los estudiantes herramientas para desarrollar una cultura consciente y un posicionamiento activo, responsable y crítico ante la vida púbica.
Niños de Inkisi (El río de la felicidad) narra la historia Blanchard, Chagui, John, Mambueni y Chance, que duermen en la calle Prince, la vía principal que atraviesa el pequeño pueblo de Inkisi, a sólo 180 kilómetros de la capital de la República Democrática del Congo. Ellos son “Chegues”, un término que remite al Che Guevara, en alusión a su capacidad de resistencia y lucha por sobrevivir.

Los cuatro muchachos de la película personifican el caso de los miles de niños abandonados por padres y madres desesperados por la pobreza y desorientados por la pérdida de valores culturales provocados por la colonización. Ésa fue la respuesta de Nsangata al joven tinerfeño que le hizo la pregunta: “lo que pasa es que la gente cada vez es más pobre, aunque el fenómeno es mucho más amplio” y habla de manipulación de la tradición por parte de sacerdotes de diversas iglesias de reciente asentamiento en el país, que ayuda a los familiares de los niños abandonados a acusarlos de brujos, argumento que haría más soportable el rechazo.

El director profundiza en la pérdida de valores culturales: los congoleños perdieron sus raíces a partir de la evangelización cristiana asociada a la colonización europea. Allí donde llegó el cristianismo, los valores de la cultura tradicional fueron descartados por “primitivos” y en eso se perdió el compromiso casi sagrado de padres y madres hacia sus hijos y la alegría asociada al nacimiento y tutela de los más pequeños. A estas alturas, “los ritos culturales ya son parte del folklore; ahora ya somos blancos; la del ritual es una África mítica que ya no existe. Ésa es la tragedia de África: hemos cambiado”, sentencia el realizador.

La conversación con los jóvenes va de un lado a otro, alentada por la visión de esos 52 minutos en los que discurre la vida de los muchachos congoleños en la pantalla del Auditorio de Guía de Isora. El director explica cómo fueron los diez días de rodaje en Congo y los veinte meses de preparativos, el encuentro con los muchachos, el tumultuoso primer día de filmación, coincidente con una operación de tropas especiales del Ejército en el pueblo.

Pero, sobre todo, se habla de África, y hablar del continente es tanto mencionar del agua como puerta del misterio y del miedo, lugar mítico de frontera entre los mundos de los vivos y de los muertos, como hablar de la cotización del precio del café en los mercados suizos, del intercambio desigual y de la sobre explotación de los recursos naturales, de la minería y de la madera de la selva, de las multinacionales y de las monarquías del siglo XIX, del dolor y de la esperanza.

En la conversación siguen resonando las frases de los niños que se ocultan en oscuridad de la noche para protegerse: “vivir es trabajar”, “pasamos el día con hambre”, “no conozco el rostro de mi padre”, “si mi madre no hubiera muerto, yo no estaría en la calle”, “no sé si tengo un hermano”, “cuando sea grande, ayudaré a los adultos que estén mal, aunque me insulten”.

La película de Nsangata tiene la capacidad de hablar de lo más duro sin dejar desesperanzados a los espectadores. Por encima de la dureza vibra la capacidad de vivir de estos jóvenes, su fuerza, sus proyectos de futuro, los deseos que les llevan a ser los mejores estudiantes aun estando desnutridos y durmiendo a la intemperie. El documental acaba, pero el espectador sabe que esos niños siguen luchando por su vida en un pueblo de África y se preguntan si pueden hacer algo para corregir la situación. La reacción es común, explica el realizador, que ya está acostumbrado a vivirla y que ha facilitado el envío de ayuda a los niños abandonados de su país. El problema, sin embargo, es grande, y el director conoce los límites del cine: “una película no cambia el mundo, dice, lo más que puede hacer es suscitar una reflexión”.

Al final de la semana, por EnseñanDoc pasan este año cerca de 800 estudiantes procedentes de colegios públicos Almácigo, La Era, La Cumbrita, los IES Alcalá, Tamaimo, César Manrique, La Guancha, Adeje, Arona, Guía de Isora, y la sede del sur del colegio Luther King que habrán experimentado a través de este documental valores como la tolerancia, la justicia social, la igualdad, los derechos humanos, la solidaridad, la participación y la dignidad humana.